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Con las primeras luces del amanecer, un hombre permanece inmóvil a orillas de un río escocés. Sus manos, enrojecidas por el frío, manipulan con delicadeza fragmentos de hielo, ensamblándolos uno a uno para formar una espiral luminosa que parece capturar la luz naciente. Cada gesto es preciso, paciente, casi meditativo. Sabe que su creación probablemente no sobrevivirá al calor del día, pero esta misma fragilidad es fundamental para su intención. Unas horas más tarde, la escultura se habrá derretido, regresando al agua de la que nació, dejando solo una fotografía como testimonio de su fugaz existencia. Este hombre es Andy Goldsworthy, y en este sencillo ritual matutino se revela toda la filosofía de un artista que ha revolucionado nuestra relación con la naturaleza, el tiempo y el arte mismo.

Nacido en 1956 en Cheshire, Inglaterra, Goldsworthy ha desarrollado una obra singular a lo largo de más de cuatro décadas que trasciende los límites tradicionales del arte para ofrecernos una profunda reflexión sobre nuestro lugar en el ciclo natural de la vida. Escultor, fotógrafo, pero sobre todo poeta de la materia, utiliza los elementos que la naturaleza le ofrece —hojas, piedras, hielo, madera, nieve— para crear obras cuya frágil belleza nos recuerda la impermanencia de todas las cosas y el poder silencioso de las fuerzas naturales que nos rodean.

Sumerjámonos juntos en el fascinante mundo de Andy Goldsworthy, este alquimista moderno que transforma lo efímero en eterno y nos enseña a percibir la belleza en el mismo proceso de transformación y desaparición.

1. El susurro de las hojas: el arte de lo efímero absoluto

Imagine un río de hojas de olmo escarlata, cuidadosamente unidas por espinas, flotando como una veta de fuego líquido en la superficie de un río. El agua lo arrastra suavemente, la escultura se distorsiona, se dispersa y finalmente desaparece. Esta obra icónica, creada en 1991 en Yorkshire, duró solo unos minutos, pero precisamente en esta brevedad reside su extraordinario poder evocador.

Goldsworthy es, ante todo, un maestro de lo efímero. Sus primeras obras, creadas a finales de la década de 1970, suelen ser las más efímeras: guirnaldas de pétalos flotando en el agua, conjuntos de hojas de arce formando gradientes cromáticos perfectos, arcos de hielo en equilibrio durante un rayo de sol. «Las obras efímeras son liberadoras», confiesa. «No tengo que preocuparme por su permanencia, solo por su intensidad en el momento de su creación».

Este enfoque evoca las tradiciones zen japonesas, donde la belleza se manifiesta precisamente en la impermanencia de las cosas, lo que los japoneses llaman «mono no awareness», la suave melancolía de la conciencia de que todo pasa. Como un monje budista que crea un mandala de arena destinado a dispersarse, Goldsworthy abraza la transitoriedad de la existencia. Pero a diferencia del monje, captura sus creaciones en fotografías, creando una fascinante tensión entre lo efímero de la obra y la permanencia de su imagen.

En Ríos y Mareas , el documental de Thomas Riedelsheimer de 2001 sobre él, lo vemos crear y luego contemplar la destrucción natural de sus obras con una serenidad casi mística. «Comprender la fragilidad es comprender la fuerza», afirma, recordándonos que aceptar el cambio es quizás la mayor sabiduría que la naturaleza nos puede enseñar. La Historia del Arte.

2. La alquimia de las piedras: cuando la tierra se convierte en lenguaje

Un mojón precariamente equilibrado al borde del océano, un arco monumental que cruza un bosque o este extraordinario "Storm King Wall" (un muro de 2.278 pies de largo que serpentea a través de bosques y ríos en el norte del estado de Nueva York), las obras en piedra de Goldsworthy dan testimonio de otra dimensión de su arte: su capacidad de entablar un diálogo con la permanencia.

A diferencia de sus creaciones efímeras, estas construcciones de piedra seca están diseñadas para perdurar décadas, incluso siglos. Sin embargo, el artista las impregna de la misma poesía y les inscribe la misma conciencia del tiempo. «La piedra contiene el paisaje del que proviene», explica en su libro Pierres (1994). «Cuando la trabajo, libero este recuerdo, esta historia enterrada durante milenios».

Para crear "Storm King Wall" (1997-1998), Goldsworthy y su equipo utilizaron 1579 toneladas de piedra encontradas en el mismo lugar. El muro comienza en el límite de un bosque, serpentea entre los árboles, desciende una colina, se sumerge en un estanque, reaparece al otro lado y finalmente asciende otra colina hasta desaparecer en el bosque. No es solo una construcción imponente; es un diálogo con el paisaje, una línea que revela los sutiles contornos de la tierra.

Lo fascinante de estas obras es la forma en que Goldsworthy logra que la piedra sea fluida, casi viva. Sus muros nunca son rígidos; ondulan, se adaptan y abrazan el terreno que recorren. Recuerdan los antiguos límites de los campos de los agricultores de Escocia o del norte de Inglaterra, esas huellas humanas que, con el tiempo, se convierten en parte del paisaje mismo. «Me gusta la idea de que la piedra que toco hoy fue tocada alguna vez por un agricultor que construía su prado», dice. Storm King Art Center .

3. Refuge d'Art: la obra paisajística que reconcilia pasado y presente

Imagine un sendero de 150 kilómetros que serpentea por las imponentes y majestuosas montañas de la Alta Provenza, salpicado de edificios rurales restaurados, cada uno con una obra única. Este es quizás el proyecto más ambicioso y poético de Goldsworthy: «Refuge d'Art».

Iniciado en 1999 en colaboración con el Museo Gassendi y el Geoparque de la UNESCO de Alta Provenza, este gigantesco proyecto trasciende los límites tradicionales del arte para convertirse en una experiencia total, donde el propio caminar se convierte en parte integral de la obra. «La escultura aquí no es solo la piedra, es la casa, es el viaje completo», explica el artista.

Los refugios son antiguas construcciones rurales abandonadas (capillas, rediles, granjas) que Goldsworthy restauró con técnicas tradicionales. En el interior de cada uno, creó una obra única: aquí, un monumental muro de arcilla que parece fluir como un río petrificado; allá, un círculo perfecto de ramas de roble enredadas; en otro lugar, una habitación completamente revestida de tierra arcillosa que se agrieta lentamente con el tiempo.

Lo que hace que "Art Refuge" sea tan profundamente conmovedor es la forma en que conecta el pasado y el presente, el gesto artístico contemporáneo y la memoria de las generaciones de campesinos que moldearon estos paisajes. Al restaurar estos edificios abandonados, Goldsworthy no solo crea escenarios para su arte, sino que honra la labor de quienes los construyeron, reconciliando así dos temporalidades que parecían contradictorias.

El senderista que recorre este sendero no "consume" arte pasivamente; lo experimenta a través del esfuerzo, del tiempo que le dedica, a través de su propio cuerpo al recorrer el espacio. En esto, "Refuge d'Art" se une a las concepciones más profundas del Land Art, donde la obra ya no es un objeto para contemplar, sino un espacio para habitar, un viaje para recorrer, una experiencia para vivir.

4. El tiempo como material: la erosión como colaborador invisible

«Para mí, el tiempo no es algo que pasa; es un material que utilizo». Estas palabras de Goldsworthy resumen a la perfección su singular relación con la temporalidad. A diferencia de muchos artistas que intentan crear obras que perduren en el tiempo, él la abraza, la incorpora y la convierte en un elemento esencial.

En su libro Tiempo (2000), Goldsworthy documenta obras que creó específicamente para ser transformadas por los elementos. Bolas de nieve con minerales en polvo que, al derretirse, revelan vetas de color; esculturas de arcilla cuyo agrietamiento gradual fotografía metódicamente; grupos de piedras colocadas en una playa que, con las mareas, se hunden lentamente en la arena.

Esta aceptación del paso del tiempo adquiere una dimensión particularmente conmovedora en sus obras tituladas "Sombras de Lluvia". El proceso es de una simplicidad cautivadora: cuando llueve, Goldsworthy se recuesta en tierra seca bajo un refugio y luego se retira para revelar la silueta de su cuerpo, preservado de la humedad. Esta huella efímera, este frágil negativo de la presencia humana, se desvanece gradualmente a medida que la lluvia continúa cayendo.

Hay algo profundamente conmovedor en esta aceptación de la naturaleza transitoria de todas las cosas. Donde otros artistas buscan una forma de inmortalidad a través de su obra, Goldsworthy nos recuerda con delicadeza y poesía nuestra pertenencia al ciclo natural. «Cuando trabajo con una hoja, una brizna de hierba, una rama, trabajo con la vida y la muerte», dice. «Es esta fragilidad lo que me conmueve, no la permanencia». Galerie Lelong

5. Diálogo con lo invisible: la geología como narración

Un acantilado cubierto de polvo de pizarra, formando un cuadrado negro perfecto que se desvanece con la lluvia. Piedras calizas dispuestas en círculo en una playa, disueltas gradualmente por la marea creciente. Una hilera de piedras rojas, yaciendo en la superficie de un arroyo congelado, atrapadas en el hielo y luego liberadas por el deshielo, traza un camino escarlata bajo el agua.

Estas obras demuestran una dimensión fundamental del arte de Goldsworthy: su diálogo íntimo con la geología, con la historia antigua de la Tierra. «Debajo de cada paisaje se esconde otro paisaje», explica. Para él, los estratos geológicos son como narrativas superpuestas, archivos del tiempo que sus intervenciones sacan a la luz.

Este diálogo es particularmente evidente en su obra "Stone River" (2001), creada para la Universidad de Stanford en California. Esta impresionante estructura serpenteante de arenisca de 97 metros de largo evoca tanto un arroyo petrificado como la cercana Falla de San Andrés. La obra parece emerger de la tierra y regresar a ella, como si revelara momentáneamente un movimiento telúrico generalmente invisible al ojo humano.

Al trabajar con la piedra, Goldsworthy nunca la considera un material inerte, sino la memoria viva de los procesos geológicos. «No creo que la piedra esté muerta», afirma. «Contiene la memoria del fuego, el agua y el movimiento. Cuando trabajo con ella, intento despertar esa memoria».

Esta sensibilidad hacia las fuerzas invisibles que configuran nuestro entorno otorga a su obra una dimensión casi mística. Sus obras no se insertan simplemente en el paisaje; revelan sus estructuras ocultas, energías subterráneas y movimientos imperceptibles. Nos recuerdan que la tierra misma es una obra de arte en constante evolución, cuya escala temporal simplemente supera nuestra comprensión humana. Museo Gassendi

6. El cuerpo como instrumento: una actuación solitaria contra los elementos

En la nieve prístina de una mañana de invierno escocés, un hombre yace con los brazos y las piernas abiertos. Al levantarse suavemente, deja tras de sí la huella de un "ángel de nieve" de contornos perfectos. A pocos pasos, sumerge sus manos enrojecidas por el frío en un arroyo para extraer trozos de hielo, que une con el calor de sus palmas. Luego, en un esfuerzo a la vez insignificante y sublime, intenta captar la luz lanzando un puñado de polvo blanco hacia el cielo.

Estos gestos, capturados en el documental "Ríos y Mareas", revelan una dimensión esencial del arte de Goldsworthy: la total implicación de su cuerpo en el proceso creativo. A diferencia de muchos artistas contemporáneos que delegan la producción física de sus obras, él trabaja con las manos, se expone a los elementos y acepta el sufrimiento físico como parte integral de su enfoque.

«Mi cuerpo es mi herramienta principal», explica. «Mis manos, mis dientes, mis uñas se convierten en extensiones de los materiales que utilizo». Esta dimensión física, casi primitiva, de su relación con la creación forma parte de una larga tradición de artesanos rurales que, antes que él, trabajaban directamente con los elementos, sin mediación tecnológica.

Las manos de Goldsworthy llevan las cicatrices de su arte: agrietadas por el frío, arañadas por las espinas, encallecidas por el manejo de piedras. Hay algo profundamente conmovedor en esta supuesta vulnerabilidad, en este cuerpo que se ofrece a las picaduras de la escarcha, a las quemaduras del sol, a los cortes de las zarzas para crear belleza.

Esta dimensión performativa, aunque rara vez destacada por el propio artista, confiere a su obra una autenticidad excepcional. Cada escultura atestigua un momento de total compromiso, una presencia absoluta en el mundo. «Cuando trabajo con el frío, es como tocar el corazón del invierno», confiesa. «Es doloroso, pero necesario para comprender verdaderamente la naturaleza». Architectural Digest

7. Raíces y gente: la memoria agrícola reinventada

Gran parte de mi trabajo es como recoger patatas; hay que cogerle el ritmo. Esta sencilla y cautivadora cita de Andy Goldsworthy revela un aspecto fundamental de su enfoque: su profundo apego al mundo rural y a las tradiciones agrícolas que lo formaron.

Hijo de F. Allin Goldsworthy, matemático convertido en ejecutivo, Andy creció rodeado de la campiña inglesa. Desde los 13 años, trabajó en granjas, una experiencia que influyó profundamente en su sensibilidad estética. Allí descubrió la austera belleza de los gestos repetitivos, la armonía secreta de las estructuras agrícolas y la forma en que el trabajo humano interactúa con los ritmos naturales.

Este respeto por la sabiduría campesina impregna muchas de sus obras. Su proyecto "Sheepfolds" (1996-2003), construido en Cumbria, consiste en una serie de corrales de piedra seca para ovejas, construidos con técnicas locales tradicionales. Pero en lugar de simplemente reproducir estas estructuras ancestrales, Goldsworthy las reinventa, introduciendo formas circulares y árboles plantados en el centro de rocas horadadas, creando así un diálogo entre el patrimonio rural y la sensibilidad contemporánea.

De igual manera, su "Muro del Rey Tormenta" se inspira directamente en los muros bajos que antiguamente delimitaban las propiedades agrícolas en el estado de Nueva York. Al serpentear este muro entre los árboles, Goldsworthy reconecta con una memoria territorial casi borrada, revelando vestigios de un pasado agrícola que la urbanización ha hecho olvidar.

Este enfoque implica una especie de resistencia sutil a la amnesia colectiva, un homenaje a las generaciones anónimas que moldearon los paisajes que nos precedieron. «No soy nostálgico», aclara, sin embargo. «No quiero retroceder en el tiempo, sino comprender cómo estos gestos ancestrales pueden hablarnos hoy, cómo pueden ayudarnos a redefinir nuestra relación con la tierra». The Observer

8. La fotografía como testigo: captando lo esquivo

Un círculo perfecto de carámbanos brillando bajo el sol matutino. Hojas de arce creando una espiral escarlata sobre la superficie negra de un estanque. Una hilera de conchas blancas serpentea por una playa durante la marea baja. Estas imágenes se han convertido en un símbolo de la obra de Goldsworthy, hasta el punto de que algunos están más familiarizados con las fotografías de sus obras que con las propias esculturas.

Esta paradoja es la base de su enfoque: ¿cómo documentar lo efímero sin traicionarlo? ¿Cómo capturar la esencia de una obra cuya desaparición planificada es parte integral? «La fotografía es crucial para mi arte», explica Goldsworthy. «No es simplemente un registro, sino una forma de mostrar la obra en su momento más vivo, en su momento más intenso».

Fotógrafo meticuloso, siempre utiliza la luz natural y encuadra sus creaciones con una precisión que revela su extraordinaria sensibilidad visual. Sus imágenes nunca son simplemente documentales; poseen una cualidad pictórica que les otorga su propia autonomía artística.

Sin embargo, Goldsworthy mantiene una relación ambivalente con la fotografía. «La imagen es necesaria, pero solo captura un instante. Nunca puede capturar el proceso, la sensación de estar allí, de trabajar con el lugar». Hay algo en esta tensión entre la obra fugaz y su huella fotográfica que toca la esencia misma de nuestra relación con el tiempo y la memoria.

Sus libros, como Pierres (1994), Bois (1995) y Le Temps (2000), son mucho más que simples catálogos; constituyen obras en sí mismas, donde textos e imágenes interactúan para evocar lo que la fotografía por sí sola no puede capturar: el contexto, la intención, el proceso, la experiencia vivida.

En definitiva, estas fotografías funcionan como una forma de poesía visual, evocando a través de imágenes aquello que escapa al lenguaje: la exquisita fragilidad de un equilibrio momentáneo, la conmovedora belleza de aquello que está destinado a desaparecer, la intensidad de un diálogo entre los humanos y la naturaleza. Wikipedia

9. El artista ecológico: una conciencia política sin activismo

Andy Goldsworthy nunca se ha atribuido explícitamente el título de artista ambiental. Desconfía de las etiquetas y se niega a usar su arte para transmitir un mensaje político directo. Sin embargo, pocos artistas contemporáneos han expresado con tanta fuerza nuestra interdependencia fundamental con el mundo natural.

En un momento en que la emergencia climática se vuelve cada día más acuciante, su obra ofrece una profunda reflexión sobre nuestra relación con la Tierra. Sin caer jamás en el didactismo ni en el activismo simplista, nos recuerda con sutil insistencia que somos parte integral de un ecosistema frágil, que nuestras acciones forman parte de ciclos que escapan a nuestro control.

"Quiero profundizar", explica. "No solo quiero describir los problemas, sino comprender nuestra profunda relación con la naturaleza". Este enfoque, que prioriza la experiencia sensorial sobre la retórica, resulta paradójicamente más poderoso que muchos discursos explícitamente ecológicos.

Cuando Goldsworthy crea una escultura de hielo destinada a derretirse, cuando ensambla hojas que el viento dispersará, nos confronta con la realidad de los ciclos naturales que nuestro estilo de vida contemporáneo tiende a hacernos olvidar. Sin hacernos sentir culpables, nos invita a reaprender la humildad ante las fuerzas naturales, a aceptar nuestro lugar en el gran ciclo de la vida y la muerte.

Esta dimensión es particularmente evidente en obras como "Wood Line" (2008), creada en el Presidio de San Francisco, donde Goldsworthy dispuso troncos de eucalipto a lo largo de un sendero sinuoso. Estos árboles, una especie invasora importada por los colonos, están siendo reemplazados gradualmente por especies nativas. La obra acompaña esta transición ecológica, transformando un problema ambiental en una reflexión poética sobre el cambio.

Al rechazar la postura del predicador, al priorizar la belleza sobre la denuncia, Goldsworthy, paradójicamente, logra que tomemos mayor conciencia de los problemas ambientales. Su arte nos recuerda lo que tenemos que perder, la frágil belleza que nos rodea, y despierta en nosotros el deseo de preservarla. Etopia

10. La Comunidad Invisible: Colaboración con Seres y Fuerzas

«No trabajo solo, ni siquiera cuando no hay nadie conmigo». Esta enigmática frase de Goldsworthy nos abre a una dimensión quizás menos conocida de su obra: su concepción profundamente colaborativa del acto creativo.

Aunque a menudo se le representa como un artista solitario en diálogo con la naturaleza, la realidad de su práctica es más compleja. Para sus obras permanentes, como "El Muro del Rey Tormenta" o los refugios de la Alta Provenza, se rodea de artesanos locales, a menudo albañiles especializados en técnicas tradicionales de construcción con piedra seca. Aprende de ellos, respeta su experiencia e incorpora sus sugerencias.

Pero más allá de estas colaboraciones humanas, Goldsworthy considera los propios elementos naturales como socios activos en su proceso creativo. «Colaboro con la naturaleza», explica. «El viento, la lluvia y la escarcha no son obstáculos para mi obra, sino aspectos de ella».

Esta concepción animista, casi panteísta, se refleja en su forma de hablar de sus obras. Nunca impone su visión sobre el material, sino que busca comprender «qué quiere hacer la piedra», «cómo quieren ensamblarse las hojas». Esta humildad ante los materiales, esta escucha atenta de sus propiedades intrínsecas, confiere a sus creaciones una organicidad, una precisión que explica su poder emocional.

En términos más generales, Goldsworthy considera su obra como parte de una larga historia de relaciones entre los seres humanos y el paisaje. Al restaurar un muro de piedra seca o un redil abandonado, dialoga con los constructores anónimos que lo precedieron siglos atrás. «Soy la última capa de una larga historia», afirma, «mi obra solo tiene sentido en relación con quienes me precedieron».

Esta profunda conciencia de nuestro lugar en una comunidad que trasciende las fronteras del tiempo y las especies otorga a su obra una resonancia particular en nuestra era de crisis ecológica. Nos recuerda que nunca estamos realmente solos, que nuestras acciones forman parte de un tejido colectivo más amplio, una conversación milenaria entre los humanos y la tierra que los sustenta. Art UK

Conclusión

A través de los ventosos paisajes escoceses, los luminosos valles provenzales y los vibrantes bosques neoyorquinos, Andy Goldsworthy lleva más de cuarenta años entablando un diálogo paciente con la naturaleza. Sus obras, ya sean de una duración de unos segundos o de varios siglos, nos invitan a una consciencia compartida: nuestra profunda conexión con el fluir del tiempo y las estaciones, nuestra dependencia fundamental de los ciclos terrestres.

En un mundo obsesionado con la permanencia, la posesión y el dominio, su arte nos enseña el valor de lo efímero, de la atención, de la aceptación. Sin didactismo, con la sencilla elocuencia de gestos y formas, nos recuerda aquello que corremos el riesgo de olvidar: la frágil belleza del presente, la sabiduría de los procesos naturales, la profunda alegría que nace de la observación atenta del mundo.

«Nací en el mundo a través del arte», confiesa Goldsworthy. A su vez, a través de su obra, renacemos a una mayor conciencia de nuestro entorno, a una forma más poética de habitar la tierra. Y quizás este sea su mayor don: enseñarnos, piedra a piedra, hoja a hoja, a percibir la magia de la vida cotidiana, la gracia que se esconde en los materiales más humildes, la infinita riqueza de un mundo que, con demasiada frecuencia, atravesamos sin verlo realmente.